por juan martins
Yo creo que si hay un lugar en el cual se puede ver cómo funciona la libertad es en la literatura.
Victoria De Stefano
Las historias son importantes para las abuelas. Yo no quiero contarle historias a nadie. Es el libro quien manda. Intentas ahondar, bajar al fondo del alma, decir lo que no se ha dicho antes. Escribo porque, si no, me siento muy culpable.
António Lobo Antunes
A Eugénia Boino por su solidaridad
23.
Conferencia de J.. a las 9 horas en la ciudad de Guanare. Duración: 2 horas. Curioso día nublado en una ciudad de sol y lejos de la Plaza O’Leary. La distancia en línea recta entre Caracas y Guanare es de 351,54 km, pero la distancia en trayecto es de 420 kilómetros. Lo que requiere un consumo de 25 litros de combustible. En un país donde no hay gasolina.
«Voy a hablarles a propósito de mi concepto de la Nada y, en consecuencia, del extraño amigo, quien para ustedes será K., señor K..
»¿Existiría el tiempo para K.? En ese caso no.
»Se vería en la obligación de ordenar aquel aparente «caos» que se estaba exhibiendo en el momento de su desvanecimiento. De seguir así, ¿yo también sería parte de aquel desvanecimiento? Si el silencio tuviera alguna forma tangible, ésta, que estaba viviendo, sería la más probable entre todas: su intangible espera de la nada. Viviría su propio silencio. K. devenido en espacio y quizás en tiempo porque en él su cuerpo representaba su propia poiesis. ¿Y acaso el mundo sería interpretado en ese tiempo de K. mientras sigue mis intenciones en la Plaza O’Leary y olisqueando mi culo? ¿Mi culo virgen? Lo material, su cuerpo intangible, cada vez más cerca de mí, buscando la nada. A fin de cuentas, no sería superficial debido a que él, por paradójico que fuere, existía. Los hechos serían impasibles. Los cuales se mueven en función de aquella cosificación. No sabría si él se estaba conformándose en «cosa», en aquella nada, en la duda, en lo ontológico, en lo abstracto, en lo ininteligible, en el deseo, en el desasosiego o en la sombra. De ser así él debería saber desde cuándo aquello estaba abordando su conciencia transparente y aburrida. Y por ello él se estaba aglutinándose en una ficha de cambio y sin pensamiento por la pérdida de su yo, a pesar de la presencia de Clarice, quien estaría a tono con la situación, pero no al modo abstracto de K., Clarice, por su lado, asistía desde otro nivel de la conciencia, puesto que ella es la autoridad de ese segundo de la nada que luego sería un minuto. Ella permanece allí, midiendo la sorpresa de su abstracción. K., por su parte, asociando una mejor acepción de su palabra (como les decía es tan inútil como olisquear el trasero ajeno). Y sobre ésta la extensión del significado de un significante: la poesía no estaría ocupando el vacío de la página, sino el de sus cuerpos. Unos cuerpos que aún no se abrazaban como deben hacerlo los enamorados. Para Clarice la conciencia, al menos como ella la entiende, ocuparía sus sensaciones. En cambio, para K. él mismo representaría esa sensación. Él es Fernando Pessoa y su heterónimo Ricardo Reis, Rocamadour el bebé de Cortázar, Laura Jáuregui, la antigua novia de Arturo Belano, es decir, de Roberto Bolaño, Mr. Vértigo de Paul Auster, Bartleby y compañía de Vila-Matas, Emma Zunz de Borges o la voz que le susurra al pensamiento tan fragmentado como su duda. Si por ordenarlo K. adquiriría otro nivel de esa conciencia, entonces sabrá que él no está incursionando sobre su estado onírico, sino sobre algo real (por ejemplo, expulsar pedos de un culo virgen). El subconsciente es parte de lo real y un estado puro para él. Y representará la saturación de lo real, porque no reside en la frontera del subconsciente, más bien, tales límites serán la realidad misma como en el surrealismo: la realidad se potencia porque se subvierte desde el poder de la imagen o es la instauración de otros materiales: el arte, el pensamiento, el manifiesto y el discurso. K. será su propia enajenación por el tiempo invariable del segundo que luego será un minuto olisqueando mi culo en una plaza vulgar. El segundo no se detiene. El minuto será inexorable a un tiempo diferente de la conciencia. Así que el desvanecimiento representa su propia transición. Y serán las cosas intangibles por imposibles de cambiar. Aunque tengas diez Plazas O’Leary frente a ti.
»Tiempos reales sin que por ello se incorpore una noción lógica. La lógica a esa altura de los segundos es trasgredida, nada es lógico. Nadie existe. Quizás sí la poesía. No existe la normativa que lo regule. Si se quiere se presenta la voz de la alocución: poesía. Ese tiempo que trataba de medir es posible para el lado racional del pensamiento, hay claro, un lado racional que se resiste ante el instante de lo que estaba viviendo. No sabría si era exactamente así, sin embargo, lo vivirá en la pasión de su éxtasis. Trataría, como dice Roberto Bolaño, que ese furor no lo quemara, huelga decir, que su pasión del dolor se transfiriera en escritura. Ahora más que nunca necesitaba de una respuesta la cual lo introdujera dentro de una toma de conciencia de ese lugar de la representación, pues, después de todo, se trataba de una representación. Él era el «espectador» indeseado que trataría a su vez de ser representado. Espectador y director al mismo tiempo que es signo transferido al segundo que le sigue al minuto. Él mismo, K., se representa en la síntesis de ese minuto. Aparte de eso se preguntaría qué tanto viviría su relación con el dolor y, más adelante, configurando su poética. ¿Sería ésta la manera en que la poesía adquiere su corporeidad? El dolor se haría sustancia en K.. Hasta entonces ya sabría que ese dolor le vendría por el desvanecimiento, por la duda de su propia existencia y por aquel furor que le estaba produciendo el representarse en su propia duda al mismo tiempo. La duda inconmensurable del silencio. Él lo sabría puesto que nada habría de desmesurado en el gesto de representarse a sí mismo. El tiempo de esa representación, como él lo sabía, se limita a aquel segundo que luego sería el minuto. El tiempo, la sustancia de aquella catarsis. Entendía que lo hacía por su inferencia personal, donde —ya lo había cavilado K.— lo subjetivo toma el lugar de las cosas. No le importaría el segundo ni el minuto que acontecería. Toda racionalidad salida de aquí quedaría para después del minuto. Estaría consciente de ser el único hombre en ese momento que podía, si se le antojase, hacer cualquier cosa: él era la sustancia de sí mismo. Y qué más da si se convirtiera en una mosca. Razón por la cual pensaría en ese insecto, dado a lo efímero de su existencia, sólo que lo efímero de esa representación se le hace instante inmanente a la velocidad de su frágil memoria. Al cabo, el que se convirtiera K. en una mosca había sido lo más refrescante para él. De una vez por todas, entendería, entre otras cosas, qué estaba sucediendo cuando se convirtiera en mosca. Y por otra parte, comprendería por qué, por su cabeza, habían pasado nombres como Pessoa, Tavares, Beckett, Vila-Matas y Duchamp. La máquina de Duchamp. Él es entonces esa máquina, su instalación, sin embargo, la galería de esa instalación, sería aquella plaza O’Leary y la cotidianidad de la ciudad…».
Una vez más la ciudad y Clarice. También sería la de J. en cuyo apéndice estaría la sombra de K..
En ese caso K. no tenía galería, no tenía la mesa de ajedrez ni, cómo Marcel Duchamp, tendría a la modelo para fotografiarse con ella mientras jugaba al ajedrez: Dios mueve al jugador, y éste, la pieza./ ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza/de polvo y tiempo y sueño y agonía? Venía a su memoria entonces el poema de Borges «Ajedrez». Aquello, a pesar de todo, era más real. Su pensamiento era real ya que la imaginación es poderosa por lo racional. No se trataba en cambio de una oniromancia. Una contradicción: K. estaba sentado en la última fila escuchando, algo ausente como el último enamorado de su ciudad. Y la ciudad sin Clarice se parece más a un desierto en cuyas arenas se siembra el último domicilio del lugar y su único paseante que iría y vendría sería K..
«Si algo le interesaba de Duchamp era la figura que de éste se representaba para las artes: escritor, escultor y performance. Todos los hombres. Un hombre solitario. Así, en ese instante, quería ser K. un objeto artístico que estaría para su propio segundo. Tenía la duda, pero vivía su propia performance con la diferencia que era a su vez el espectador único y éste, su cuerpo: la línea que iba de su pensamiento hasta su ordenador por medio del cual representaría para él su «espacio escénico» como solía oír de sus amigos del teatro. Era necesario saber el terreno que pisaba para no perder su noción de esa performance. De esta suerte asociaría su noción del cuerpo con el propósito también de que el concepto de poema, para su definición, cambiaría, no tanto porque hallara una definición que se le ajustara, sino porque la poesía establece su apelmazada indeterminación. En el que se hallaría en medio de ese proceso de creación. No obstante, su interés estaría en el plano de lo verbal. Se resistiría al axioma o se daría a la tarea de redefinir, acoplar, cambiar, trasferir, asir y transmutar este sentido de la palabra «instante». Por un momento, sería lo más fácil, pensaría, por ejemplo, en una explicación de tipo psicológico, si acaso la psicología aclarara el asunto, más cuando, como lo sabemos, se trataría de un tema más literario, incluso, más relacionado con la alteridad del signo literario. Y si bien es emocional se relacionará con la escritura y su sistema de ideas. Pensaba K. por su parte que la situación era también lúdica, pero en rigor se asocia al signo de la escritura, sobre el espacio abstracto de la palabra. Allí, en ese lugar recóndito de la palabra, el ritmo, la alteridad y el significado polisémico del lenguaje poético que le pertenece. ¿Cuál es la diferencia con otras formas discursivas de la escritura? ¿Acaso el sólo pensar en la palabra poema despertaría esta reacción en su cuerpo? La diferencia estaría en que tal abstracción le devolviera tantas preguntas en tan poco tiempo. Y como lo estaba entendiendo, el tiempo aquí no es convencional. Si se trataba de una conjetura poética, entonces, ¿dónde estaban los espectadores de aquella puesta en escena? ¿Se estaría equivocando y estaba viendo cómo era el personaje de su propio cortometraje en cuya película se desarrolla aquel segundo? ¿El minuto? No habría otro personaje, sólo él. Eso parece estar claro. De aquí en adelante el tiempo no se detendría por su inevitable éxtasis de lo ajeno. Es cuando este fenómeno de lo real estaría esta vez constreñido a la voz de su poiesis. El mundo hecho de su poiesis.
»¿Hasta dónde llevaría esa relación del tiempo con su vida? No lo sabría. Ahora era él el tema de sí mismo. Le gustaba recordar y sus estímulos sucedían uno tras el otro. Desde esa perspectiva volvería a pensar en la novela Kassel no invita a la lógica de Enrique Vila-Matas y, también, ¿por qué sus personajes irrumpen con la lógica de su propia realidad?: todo lo que allí aparece estará para ordenarse en otra realidad, aquella que saliera de los cánones de la narración: hacer del arte inflexión del narrador, la biografía del autor, mediante el narrador se configura sobre el personaje y aquello que sucede en la narración se convierte en una suerte de ensayo en torno a la vanguardia del arte contemporáneo. Aquel paseo que recorre el narrador por la Documenta de Kassel de 2013 se convierte para su autor, Enrique Vila-Matas, en un fragmento del tiempo, sólo que, a diferencia de lo que le acontecía a K., aquel tiempo del personaje de Kassel no invita a la lógica, se extiende sobre el tiempo narrativo, si acaso fragmentado, dispuesto sobre la narración. En cambio, en K., él sería su propio tiempo. Y si había algo de ilógico en esa naturaleza sería su propio mediador, ya que, esta vez el «paseo» recorrería a su pensamiento abstracto. En el caso contrario de K. la abstracción es modulación de lo real y no un recorrido narrativo como en aquél, vale decir, se corporeizaba en su propio personaje. Viviría sin cortapisas la definición de poema. Quería pensar entonces K. que la vanguardia la tenía reservada para esta ocasión. Y si el instante poético se le definiera de este modo, llegaría a la conclusión de que tendría que vivirlo con esa misma pasión que estaba llevando a cabo. Él no era el narrador de Enrique Vila-Matas ni correría con la misma suerte, sabía que, al comparar un escrito con otro, no lo estaría acercando a ese desenlace del personaje de Kassel no invita a la lógica, pero sí a la transparencia de la duda, por un lado, la diferencias entre poema y poesía. Y por el otro, describir en sosiego aquello que albergaría con tanta importancia la palabra ‘poema’.
»Su mano no logra atrapar su ordenador. El desvanecimiento continuaba en marcha con el pensamiento que ahora, para variar, sostenía las diferencia entre un escritor como J. M. Coetzee y Paul Auster. También cabría preguntar qué hay de común entre éstos. Nuestro autor, señores, divaga. Entonces pensaría por un instante en el realismo psicológico: la subjetividad de estos personajes y en ellos sus emociones, sólo que la emoción que él estaba viviendo no sería ficcional, en tanto que la realidad es alterada y vertida en lo ficcional previo a lo real: ficción dentro de ficción. Lo vivía en existencia pura con la literatura: vida y forma serían una mima. Transparentarse para el lector era una necesidad. Realidad dura y desasosegada, puesto que tales diferencias no las vería, una estaba dentro de la otra para él. Se hace confuso como lo que lees en este momento. Mientas que aquello de la ficción era un asunto de la narración que aquí a su vez se intenta. ‘¡Y qué importaba después de todo!’, se diría para sí. Así que K. no estaba en medio de una composición narrativa, sino de su vida. Sería suficiente para él entender qué es poema, al tiempo que se le aclara al lector. Acto seguido trata de seguir narrando lo hilvanado desde lo anterior, o sea, se ‘textualiza’».
—K… —dijo Clarice, apenas con un murmullo débil e indistinto o lo que él lograba leer de sus labios, dada la distancia en la que se encontraba, o era el deseo de oírle decir o divagaba en medio de un sueño prohibido.
Como fuese, apenas oye la voz de Clarice que se encuentra apartada, como lo es aquella vieja idea del realismo psicológico. Para Paul Auster, lo psicológico sólo es, una distancia con la realidad, no su separación del todo. En este caso, el lector se interna en las emociones de los personajes. Cada movimiento del relato se da por causa de esas emociones. Y es un movimiento hacia la razón. Los personajes viven de acuerdo con su estado emocional. ¿Estaría viviendo K. el suyo como suele suceder con el pensamiento de los poetas? La emoción para el poema no es igual para lo narrado. Y él, se descubría como poeta antes que nada.
Clarice, Clarice, Clarice. Cuánto te amo, pensó K. al momento que J. terminaba su conferencia. J., sosegado, con su corbata intachable en su lugar. Sus manos limpias, de a poco se retiraban de la mesa utilizada de proscenio. Retira el micrófono, con lentitud también, colocándolo al otro extremo de la mesa. Sus manos blancas, abrazaban ese micrófono como si aquello fuera una rutina de la mañana. Se levanta. Se detiene, mira el entorno como buscando un documento, pero sobre la mesa sólo libros y su estilográfica devolviendo su brillo a los espectadores de la primera fila del auditórium. La sujeta y se la lleva al bolsillo de su camisa ahora cubierta por la americana negra. Su corbata azul, de pronto, abriga el resto de aquella estilográfica. El público fascinado por los gestos del escritor en esa mañana de escritores invisibles y de otros menos invisibles que hablan de escritores invisibles. Entre ellos, K., confundido ente su amor a Clarice y las ideas de J.. ¿Son ideas o distancias de la realidad? ¿Tal vez sea el amor parecido a su pasión literaria?, es decir, no real, ¿un no que le sellaba el cuerpo? Estaría ausente para ambos porque tiene su responsabilidad con la discreción o deseaba permanecer de bajo perfil ante la presencia del maestro cuando hubo terminado. Y el amor, como él lo sabe, era una distracción. No importa, especulaba, Clarice, Clarice cuánto te amo. Clarice tu movimiento amatorio y ausente, Clarice, tu cabellera y cómo arropa mi deseo, Clarice, tus labios hundidos en lo lejano de mis dedos y yo aquí en el deleite de una voluptuosidad almendrada por mi destierro. Seguía pensando K. mientras, J. caminaba ante el tope del proscenio para bajar hasta el público. Y lo hacía sin faltarle una sonrisa. K. sabía cuándo era su momento de retirarse. Sin embargo, lo detenía la presencia de Clarice quien se acercaba a J. para felicitarlo, le estrecha su mano, un tanto hace J. y, en seguida, Clarice le abraza. K. ¿Sabrían Coetzee y Auster de la distancia en el amor?, caviló K. de nuevo por un pequeño instante. En ese gesto contradictorio de la duda siguió mirando como quien mira una ilusión hundirse en el mar. Aquel trecho con la voluptuosidad de Clarice se le hacía ahora más angular.
K. un hombre solo.
Podrás leer los facsímiles anteriores en mi blog Juan Martins ↩︎