El decálogo del buen crítico
1 – Serás independiente, competente y sincero. El amiguismo y los compromisos son las lacras de tu oficio.
2 – Serás el hombre (o la mujer) más culto de tu era.
3 – Confiarás en tus instintos. Si te sedujo por algo fue.
4 – Oirás a Nietzsche. Optarás por la soledad de los lobos en lugar del calor de los rebaños. Recuerda que las empresas de comunicación tienen su propia agenda.
5 – Ignorarás el canto de las sirenas ideológicas. Arderás por siempre en el averno si osas condenar a un escritor por esgrimir ideas diferentes a las tuyas.
6 – Cultivarás tu propio jardín. El estilo es la única herramienta de que dispone el crítico para persuadir. «Si resulta mediocre o incompetente en este aspecto, su eficacia será nula», destaca el gran Ignacio Echevarría.
7 – Dedícale a la obra tiempo de reflexión.
8 – Investiga el contexto. Conocer al autor (y a la era del autor) mejora la comprensión de la obra. No leas otras críticas hasta después de haber concluido la tuya.
9 – Da razones. Aplica algún parámetro objetivo. Harold Bloom postula que la fuerza estética es la combinación de cinco valores: originalidad, poder congnitivo, sabiduría, exuberancia en la dicción, manejo de la metáfora.
10 – No te dejes intimidar. Hasta los más grandes tienen sus días malos.
Por Guillermo Belcore
Fuente: La biblioteca de Asterión
VENEZUELA. LARGO VIAJE IRRISORIO DE UN (EX)CRÍTICO TEATRAL
Por Leonardo Azparren Giménez
Después de varios años, ya largos, sin hacer crítica sobre el teatro de cada día, años que se prolongan sin límite y en los que me he concentrado en la docencia universitaria, volver sobre aquella puede ser una impertinencia; y doble, porque en esos mismos años ha sido casual (aunque no insuficiente como muestra) el teatro venezolano que he visto. Pero, al igual que nos sucede con el disfrute de todo buen vicio, pensar en el teatro venezolano y en la crítica, más por obsesión vital e intelectual que por interés pragmático, es una disposición y un ejercicio diarios.
Es una obsesión que va para cincuenta años, desde que el 9 de abril de 1958 un decreto del Gobernador del estado Lara creó en Barquisimeto, al occidente de Caracas, el Grupo Teatral Lara y comencé a hacer teatro. Digo hacer porque hice de actor, utilero, tramoyista diseñador de vestuario, barredor de escenario y escribidor de gacetillas para que El Impulso, el diario local, se ocupara un poco de nosotros y nos permitiera ganar un espacio social. Lo que lo pensé hacer, gerenciar y producir, lo hice entre 1995 y 1999 cuando me desempeñé como Presidente del Teatro Teresa Carreño en Caracas. Los primeros años hasta 1961, cuando se inició la democracia en Venezuela, inspiraron un sentimiento de modernidad y progreso gracias al cual asumí el teatro como modo de vida. Y ocurrió sin lugar a dudas un cambio histórico, aunque no en el mismo sentido que todos queríamos. La democracia que entonces se inició cambió bastante al país, como que de cinco universidades pasamos en cuarenta años a más de 120 institutos de educación superior. Es en 1958, no después, cuando se inicia el nuevo teatro venezolano, con cuyas secuelas aún vivimos. Desde la década de los cuarenta en el siglo diecinueve no ocurría un cambio teatral tan acentuado. El nuevo teatro venezolano nació como hervidero de preguntas, de búsqueda de respuestas y de osadía; en suma, como un continente creador y crítico de su propia práctica en cada proposición innovadora que inventaba. Los cambios que lo hicieron surgir fueron los mismos que generaron la nueva crítica que se inició, en consecuencia, inherente a una práctica teatral crítica que se revisaba e innovaba. Los críticos más reputados eran Guillermo Feo Calcaño, cuyo opúsculo «El teatro norteamericano» sigue siendo de consulta; Emilio Santana, periodista inteligente y andariego, y algunos intelectuales que iban desde Alejo Carpentier hasta Juan Liscano, quienes más por escritores que por conocedores profesionales del teatro hacían apreciaciones inteligentes sobre lo que ocurría en los escenarios. Los dos primeros festivales nacionales, en 1959 y 1961, ayudaron un poco para que la crítica fuera requerida y necesitada. Pero hubo que esperar el III Festival de Teatro Venezolano, en septiembre de 1966, para que la crítica teatral comenzara a tener forma de especialidad y a ser frecuente en los periódicos. Entonces entré a formar parte de la nomenclatura teatral venezolana junto con Jesús Matamoros, Pascual Estrada, Eduardo Robles Piquer (Ras) y Rubén Monasterios. Años después, y por diversas razones, Monasterios y yo quedamos como referencias casi únicas, con la compañía de Edgar Antonio Moreno-Uribe y, después, Carlos Herrera, estos dos últimos aún activos de manera casi milagrosa. Algo incómodo me resulta la tarea de re-visar ese proceso, que en gran medida es el mío propio, porque es imposible intentarlo sin balancear su objeto; es decir, la práctica teatral venezolana.
No deseo parecer nostálgico y ser acusado de ingrato con el presente; y peor aún, ser nostálgico por estar algo pasado de años, lo que no es una mentira completa. Pero es casi un axioma que la crítica venezolana sobre artes plásticas, por ejemplo, siente gran placer por Jesús Soto, Armando Reverón o Jacobo Borges, y no ante los cuadros en serie que venden en algunos sitios para decorar paredes por metro cuadrado. Asimismo, es un axioma que la crítica teatral siente gran placer cuando el escenario es el espacio vacío de Gordon Craig, porque una y otra vez se produce en él una creación teatral nueva y original, no porque nos ofrezca destrezas de oficio, fórmulas, rutinas y temitas de ocasión para impresionar incautos, adquirir fama de osado o satisfacer un gusto cómplice y privado propio de clanes y tribus: en suma, mercancías.
En los años sesenta la crítica arrancó con mucho placer estético y político porque estuvo vinculada a la necesidad y al deseo de conocer lo nuevo que nacía y llegaba, y de influir para producir cambios. La crítica era, en primer lugar, una aventura del conocimiento para revisar hábitos tradicionales y apuntalar cambios; incluso, con posturas radicales que negaban el pasado teatral por rupestre e inútil para el cambio social. Era necesario conocer a Bertolt Brecht, Antonin Artaud y, poco después, a Jerzy Grotowski, porque nuestro teatro aspiraba a realizarlos entre nosotros, y porque la nueva dramaturgia los asumía para «nacionalizarlos», asignándoles una función social crítica y, con frecuencia, subversiva. Los escenarios estaban llenos de aciertos y dislates artísticos hechos en nombre de ellos, con el propósito de plantear los nuevos temas que demandaba esa maravillosa década de los sesenta del siglo XX. La crítica tenía que estudiar para estar a tono con estos aciertos y dislates y para no opinar en ignorancia sobre los nuevos dramaturgos. En esos años la crítica no discutía el estatus profesional de nadie, ni nadie trasladaba a los escenarios la plusvalía comercial del estrellato televisivo; tampoco la crítica hacía apologías para consagrar adalides de algún nuevo renacimiento, como se presumió e impuso a mediados de los ochenta.
No. Nos planteamos intentar tener un conocimiento teórico que nos permitiera esclarecer los códigos, para usar una palabra muy manoseada y poco o nada descodificada, de lo que era creado en los escenarios, casi siempre experimental y superior a los pocos instrumentos intelectuales con los que comenzábamos a trabajar. También buscamos armonizar la renovación experimental con un compromiso político que exigía que los nuevos contenidos dramáticos confrontaran el proceso de la democracia venezolana en el contexto continental. Había claras confrontaciones entre escenarios distintos que llevaron a la crítica a criticar sus propias confrontaciones, y a optar por unos escenarios y desechar y hasta despreciar a otros.
Me cuento entre quienes, a comienzos de los años sesenta, preferimos los escenarios del Teatro Universitario de la Universidad Central de Venezuela y del Teatro de Arte de Caracas, del grupo Máscaras y los que encontraba en alguna parte Román Chalbaud, entonces el icono del nuevo realismo crítico como autor y director. Los elegí, por supuesto, por razones estéticas vinculadas a creencias políticas. Al preferir unos escenarios y no otros, la crítica en general optaba, consciente o no, por teorías y metodologías sociales alrededor de hechos artísticos. Esa época fue un momento crucial en el que entramos en la mayoría de edad ante la necesidad de saber comprender lo que ocurría en el país y en el continente. La crítica no era el adorno de una vitrina que ayudaba a vender una mercancía escénica, ni era soporte ideológico que justificaba una vanidad, una persona o una generación salvadora. La crítica buscó ser una disciplina intelectual acompañante de una práctica artística, y siempre mantuvo la confrontación como instrumento de averiguación y de rechazo a la indiferencia artística y política.
Con lo dicho me detengo un poco en las teorías y metodologías, porque siempre he rechazado y rechazo la tenencia de pretender que la crítica teatral sea una crónica de oficio o una taquilla para atraer público, olvidando su misión analítica fundamental. Analítica sobre una práctica artística, sobre un acontecimiento histórico y sobre una creación imaginaria que, en sus momentos culminantes, le añade mundos al mundo. Una crítica sin teoría y sin metodología es palabrerío; una crítica que desconozca y/o maltrate nuestro idioma es cuartilla de mal periodismo, y ambas cosas son frecuentes y agobiantes. En descargo digo que, si es así, es consecuencia de unos escenarios que se despojaron de estética y arte para dar paso a las soluciones estándar, a los diseños escénicos comerciales o al almacenamiento de los contenidos, arruinando la materia prima de la que surgen teoría y metodologías. El impulso de los años sesenta estuvo alimentado por la creencia en un modo de vida y en una síntesis entre arte y vida y por la convicción de haber asumido una responsabilidad.
A mi regreso de Europa en enero de 1977 me di cuenta de que la crítica estaba comprometida con nuevos impulsos. En Caracas el teatro era la distancia que separaba a El Nuevo Grupo, hogar de Isaac Chocrón, Román Chalbaud y José Ignacio Cabrujas, de Rajatabla, estancia de Carlos Giménez, mientras el vedetismo se asomaba a la puerta e intereses institucionales comenzaban a predominar sobre los artísticos. En el interior del país era entre brotes que emergían en Maracaibo y Barcelona, con escalas en Valencia y Maracay y miradas de soslayo hacia Mérida. De nuevo la crítica hubo de optar entre varios escenarios. Los años dorados de nuestra dramaturgia y puesta en escena, que así llamo a los años setenta y parte de los ochenta, la diáspora latinoamericana, que en la democracia venezolana encontró cobijo contra las dictaduras militares, y lo rescatable de los festivales internacionales significaron otras exigencias teóricas y metodológicas para la crítica teatral.
Lamentablemente, por esos años, en particular desde mediados de los 80, el poder comenzó a ser una variable en el panorama teatral venezolano, y desde comienzo de los ochenta hubo una manipulación creciente de la opinión crítica para que fuera justificación ideológica de proyectos personales e institucionales, sin excluir las tendencias que buscaban mercantilizar la profesión teatral. La dramaturgia exigía de la crítica una alta dosis de comprensión, aún no recibida del todo porque interesó más el éxito; algunos directores ampliaron las posibilidades creadoras del espacio escénico, otros industrializaron el experimentalismo y comenzó el palabrerío semiótico, que no el análisis semiológico; los realizadores latinoamericanos exiliados entre nosotros nos revelaron nuevas jerarquías escénicas, y comenzamos a preocuparnos por el comportamiento profesional subsidiado sin público consolidado; los espectáculos de Tadeusz Kantor y Peter Brook nos hicieron caer en cuenta de nuestra precariedad crítica para comprenderlos por carecer de teorías y metodologías nuevas. Me atrevo a decir que aun hoy pocos son capaces de reflexionar con alguna lucidez sobre lo que nos ofreció Kantor.
La posmodernidad, en lo que tiene de ideología perversa pasiva y desintegradora, nos borró el Piccolo Teatro de Milán, Peter Stein y el Berliner Ensemble. La ideología de la Gran Venezuela, nuestra enfermedad endémica nacional bien alimentada por los petrodólares, creó la ilusión de que se podía vivir del teatro. Y tenemos quienes viven del teatro, no para el teatro. Es decir, el pragmatismo comercial ocupa el lugar de la osadía artística. Nuestra crítica comenzó a ser permisiva, agotando su tiempo en fortalecer la especie de que éramos la capital mundial bienal del teatro.
Ahora somos una aldea teatral escuálida y ocasional. No tenemos reflexión teatral, pero no hablamos de ello en forma expresa. En realidad, preocupa a pocos. El teatro venezolano perdió energía y resonancia, y ha visto disminuir los registros que lo perduren en el tiempo. En el futuro nadie encontrará una reflexión contemporánea sobre lo hecho y deshecho en los en los últimos quince años. El creador interesado en recibir respuestas y preocupado por conocer sus alcances está solo.
¿Qué pasó? En los ochenta nos impusieron la opinión de que teníamos un nuevo teatro y que vivíamos un cambio histórico sin precedentes. Desde el poder gubernamental e institucional fue bautizado como el futuro y un nuevo renacimiento hechos presentes. Se decidió que el teatro de los ochenta tenía las soluciones estéticas y artísticas; que, sin crecer, había consumado un cambio histórico. Tuvimos desvaríos ampulosos sobre la posmodernidad. Claro, si tenemos soluciones estéticas y artísticas consagradas no hay campo para la reflexión, porque reflexionamos en torno a inquietudes, no en torno a certezas apodícticas.
La crítica teatral comenzó a interesarse en la ilusión de la Gran Venezuela no tanto porque creara un pensamiento, sino por el deseo de legitimar discursos teatrales en un país que se creía y aún se cree en la cresta de la ola hasta la eternidad, con capacidad para beneficiarse hasta del arte. La crítica se institucionalizó en manos de escribidores, varios de ellos improvisados y en tránsito, con la buena intención de querer ayudar a desarrollar nuestro teatro, ilusión que se dio la mano con la creencia en la profesionalización del teatro por pagar sueldos más o menos estables. La crítica la ejercieron escribidores de cualquier cosa, toderos dedicados a hacer la América en nombre de la diáspora e ideólogos encargados de construir prestigios. Era prestigioso ser vocero del teatro venezolano, que en el portaaviones del petróleo alcanzó triunfos hasta mediados de los ochenta. Para entonces, quienes estaban en tránsito siguieron su curso cuando el país dejó de ser una ilusión.
Casi de inmediato el teatro venezolano cambió su ímpetu artístico por el pragmatismo profesional y se identificó como un movimiento juvenil, respaldado y usado por cúpulas culturales. ¿Quién recuerda al Círculo de Críticos de Teatro de Venezuela (Critven) y a la Asociación Venezolana de Profesionales del Teatro (Aveprote)? Gracias a la generosidad ingenua de esos años, entre los críticos hubo de todo y de todas partes. Pero el entusiasmo de la Gran Venezuela se opacó y con él la crítica; ambos habían existido como diversión y no como práctica necesaria. En la nueva Gran Venezuela de hoy no hay una nueva crítica, aunque el teatro sigue siendo juvenil; es decir, carece de madurez. El profesional se satisfizo con la artesanía de su oficio, alejándose del riesgo; los nuevos teatristas fueron inducidos a inventar lo conocido, y así lo creyeron; la crítica independiente dejó de existir mientras floreció la crónica apologética, hoy bastante opaca.
La crítica acompaña al teatro en la medida en que sea una práctica artística que invita a reflexionar. Fue así cuando dramaturgos y directores conquistaron espacios sin contar con dádivas; aún era así al comenzar los ochenta. Pero a partir de 1986 (para poner alguna fecha) y, en particular, desde 1990, el teatro venezolano pensó en metas menos arriesgadas, como vivir de los dineros del Estado relegando la aspiración de vivir para transformarse.
Peter Brook comentó alguna vez que en el teatro de Nueva York «el elemento más mortal es sin duda el económico» («El espacio vacío») y añadió que Broadway es una máquina cuyas partes están embrutecidas. Hay una relación directa entre el confort económico y el desinterés del teatro por el riesgo artístico. También ha dicho Brook que «si el buen teatro depende de un buen público, entonces todo público tiene el teatro que se merece». Entre 1958 y 1988 el teatro venezolano no tuvo confort económico, tanto es así que en este último año cerró El Nuevo Grupo por falta de respaldo económico. Hoy algunos grupos tienen ese confort y han terminado siendo instituciones culturales que olvidaron sus proyectos creadores; la escena es un monólogo pueril; los titulares consagran triunfos mercantiles antes de los estrenos; el actor se satisface con la vanidad del aplauso fácil; los repertorios denotan pobreza de espíritu y soluciones fáciles. El riesgo artístico es una actividad marginal en todo sentido: el Taller Experimental de Teatro (TET) y Contrafuego casi mendigan algo de público, mientras el teatro mercantil es un negocio redondo. La crítica es un discurso inútil, anulada por una política cultural que asalarió los escenarios y por la ausencia de una nueva política teatral capaz de reinstitucionalizar el teatro venezolano. Siento que es innecesaria ante los prestigios decretados antes de nacer la obra.
A comienzo de los noventa fue contundente un discurso ministerial que anunció a jóvenes actores, hoy perdidos en cualquier parte, que eran el nuevo renacimiento y la realización del futuro. En ese discurso (en 1990 ó 1991) no hubo referencias a la necesidad de un nuevo pensamiento crítico que acompañara al incorrectamente denominado nuevo teatro. No interesaba un espíritu crítico independiente, sino voceros de lo que se promovía. Hubo publicaciones cuyo inocultable propósito fue la legitimación ideológica para aislar las disidencias. La fiesta perenne indujo un entusiasmo y una algarabía que impidieron pensar. Hoy no tenemos nuevo teatro ni nueva crítica teatral. Hoy el teatro cobra la quincena, pero no piensa si hubo o no hay logros artísticos duraderos. Una revisión sincera mostraría lo poco hecho con la opulencia. Hay expansión económica y escaso crecimiento artístico. A toda expansión material sigue una contracción; por lo menos en sistemas como el nuestro. El crecimiento artístico, en cambio, cuando es real es irreversible; pero los escenarios de hoy no alcanzan a parecerse a los de hace treinta años. La crítica no tiene donde arriesgar sus supuestos. Nada importante ha ocurrido desde «La muerte de Empédocles» de Ugo Ulive (1988).
Pero hablemos en positivo sobre la importancia y las tareas de la crítica teatral. Después de todo, la práctica del teatro es un hecho histórico y social, y seguirá siéndolo. En consecuencias, la crítica teatral debe tener o suponemos tiene instrumentos para aproximarse a él. ¿Qué proponemos entre nosotros al respecto? No encuentro nada. Podríamos, sin embargo apropiarnos de la interpretación que hace Marco de Marinis, cuando dice que el estudioso del teatro debe refundar los estatutos de su disciplina y dar cuenta del hecho teatral como «fenómeno de significación y de comunicación» («Comprender el teatro»). Si es así, deberíamos hacer un balance de lo que la crítica teatral venezolana hace para comprender nuestro fenómeno de significación y comunicación. Aparece de nuevo el requisito de la teoría y la metodología, las grandes ausentes en nuestro discurso crítico, porque un teatro incidental y prescindible se basta con las misceláneas. Fue Peter Brook quien en «El espacio vacío» habló del teatro mortal para referirse a mal teatro y al teatro engañoso, y de seguidas hizo lo mismo con el crítico teatral:
El crítico teatral que no disfruta con el teatro es un crítico mortal, quien lo ama pero no es críticamente claro de lo que esto significa, también es un crítico mortal; el crítico vital es el que se ha formulado con toda claridad lo que el teatro pudiera ser, y tiene la suficiente audacia para poner en riesgo su formula cada vez que participa en un hecho teatral.
Espero oír hablar de la significación y de cómo pudiera ser nuestro teatro.
Fuente:
Revista nº 29 del Celcit, Argentina