Ritmo, gracia y emoción han mostrado los niveles actorales de Antonio Delli en el rol de «Enrique Porta» y, por su parte, Rafael Romero en el papel de «Enrique Font» para la representación de El Método Grönholm de Jordi Galcerán, dirigida por Daniel Uribe en una única función en el Teatro de la Ópera de Maracay. Esa gracia delimitada en la representación es para el espectador una relación lúdica que le permite mantener su atención en las casi dos horas del espectáculo. Y se logra. No caemos en tedio. Todo lo contrario, nos hemos divertido. Pero sabemos que eso por si solo no es suficiente y a mi modo de entenderlo este hecho de lo lúdico le otorga el sentido que organiza la puesta en escena cuando, por parte del director, se ha seleccionado un texto dramático el cual define la composición de su espacio teatral. Digo «espacio teatral», puesto que allí -a pesar de la dificultad que constituye un proscenio extendido como lo es el de este teatro-las cosas estaban bien estructuradas en un discurso donde la relación texto-actor viene planteada como poética de aquel espacio escénico. A su haber la actuación cuidó muy bien este detalle de la dirección a objeto de registrar, con cuidado estilístico, la interpretación del texto dramático. De allí que la gracia es un mecanismo lúdico y sígnico en esas condiciones. El público entonces compone la hilaridad de esa relación Actor-Texto-Representación. El texto está bien representado y para ello se necesitó su composición: interpretación, estilística, modalidad y proyección de la voz, el movimiento y el gesto entre otros signos que introducen su necesaria teatralidad. En un teatro concebido como éste, en el que el personaje determina el uso del espacio escénico se requiere de dominio actoral como muestra de aquel ejercicio interpretativo. Y como lo he dicho en otras ocasiones, la interpretación es una «interpretación semiológica del texto dramático»: el actor Rafael Romero dispone de un conjunto de registros que nos hacen entender que este actor ha «comprendido» a cabalidad el lugar que tiene su personaje. Registra porque modula, proyecta y conduce en una gestualidad de gracia y ritmo las formas de su personaje. La forma no es más que una estilística del discurso actoral: el personaje se conducía en diferentes registros: cambios en el gesto y la voz -además bien proyectada-, cambio en el movimiento, cambio en el ritmo. Todo, se introducía en el espectador con sentido comunicacional: ineludiblemente te ríes de la naturaleza humana. Esa risa, por parte de este público, es el efecto que produce el texto dramático: se impone el relato teatral por lo bien interpretado y, luego, como es de esperarse, la representación de sus personajes. El relato teatral usa como mediador a los personajes que se incorporan al mismo tiempo en los diálogos.
Aquí me detengo un momento.
Los diálogos llegan al público por el excelente ritmo que le confieren estos dos actores Rafael Romero y Antonio Delli respectivamente: tratamiento de la vocalización y claridad de la expresión, además, el cuidado de la proyección del discurso verbal permitían la definición de aquella relación lúdica. El relato, sencillo, su complejidad, en cambio, radica en la tensión del drama y, para que sea afín a su teatralidad, tiene que darse desde el hecho actoral. Estos actores lo lograron.
Es placentero ver cuando el actor desarrolla su capacidad discursiva desde esa visión interpretativa. Y esto es también un alcance de la dirección: reconocer las condiciones de aquel texto dramático que le permitan introducir esas necesidades de la representación en el actor. Es decir, «la interpretación semiológica del texto» no sólo viene del actor, antes, de su director. De modo que éste ha (de)codificado aquellos signos los cuales se van a integrar, como decía, al espacio escénico. Resultado: una excelente puesta en escena cuya dinámica en los diálogos permiten una comedia «dura», dado al carácter de denuncia del texto o a las formalidades de la sintaxis del relato teatral (la estructura literaria como tal). Es comedia en tanto a lo inverosímil de la situación dramática. Pero en definitiva este es un texto de denuncia. No se quiere quedarse con la postura de un teatro «comercial» (mediado por el actor/actriz de televisión y el espaldarazo del stablismenth de las instituciones privadas). Por el contrario, va más allá. Y tal riesgo lo da la estructura actoral. Los(la) actores/actriz lo saben y asumen la responsabilidad de ese discurso. Lo cual viene signado por el nivel de representación. Si hice hincapié en estos es porque sostienen el argumento de una poética que se especifica en el buen uso de sus personajes para la comedia: la energía se nos daba, por ejemplo, en el buen desplazamiento sobre el espacio escénico. No había abusos en el desplazamiento que estaba simétricamente definido. El componente actoral racionaliza esas condiciones mediante el uso del sarcasmo, la ironía y la aptitud interpretativa de los personajes. Por esta razón el hecho lúdico también se da por la estructura actoral. Y lo lúdico se manifiesta en el juego (toda competencia viene antecedido por el juego) que está expresado en lo inverosímil del relato y que, al momento, corresponde al tipo de denuncia que hace el espectáculo: las condiciones de vida de la clase media: el hombre alienado a las políticas de mercado, la división del trabajo y su mercantilización como consecuencia de la pérdida sistemática de valores humanos. Ante este discurso -político por una parte-, su director Daniel Uribe hace una discriminación del texto muy adecuada como ejercicio de su oficio. Y lo alcanza al sostener en el público su receptividad (lo acopla muy bien para un próximo estudio de acuerdo a la teoría de la receptividad del lector-espectador en este contexto del público): la audiencia ríe hasta alcanzar la catarsis. Pero si estamos en lo correcto tal catarsis es la respuesta del público a la representación: se integra a la relación que establece el actor y la actriz con el texto dramático: aquella gracia deviene del texto y, al mismo tiempo, el público recepta ese nivel interpretativo. Allí, en la continuidad escénica, se sostiene la energía del espectáculo. Y esa energía -necesito reiterarlo- es una carga semántica porque los signos están contenidos en el actor. Su director redujo a un pequeño espacio la síntesis de la puesta en escena. De manera que la actuación protagonizara. En ese momento es cuando el gesto, la expresión corporal, el movimiento y el desplazamiento componen aquella «energía», teniendo con nosotros un teatro de texto. Sin embargo las actuaciones de Sonia Villamizar como «Mercedes Degas» y Albi De Abreu como «Carlos Bueno» respectivamente no otorgaron la misma densidad de energía. En otras palabras Antonio Delli y Rafael Romero dispusieron de un uso más orgánico de la actuación (aunque todos resolvieron al mismo nivel técnico). Es orgánica porque así lo determinan (para esta función) los signos de la actuación como hasta ahora vengo señalando. Esa delimitación orgánica de la actuación describe los niveles poéticos con los cuales se expresaron. Había entonces desnivel pero reunían su objetivo en la síntesis actoral y en el buen uso del espacio escénico. De allí que Daniel Uribe reduce a lo estrictamente necesario los dispositivos escenográficos: un anaquel y cuatro sillas signaban el lugar de los actores y la actriz. Ocupaban un espacio de alteridad y signo estético. Sin lugar a dudas -al margen de las diferencias- la estructura actoral estaba definida.
Quiero con este ejemplo del teatro venezolano establecer algunas diferencias que le esgrime el actor (Delli-Romero) cuando desarrolla una aptitud orgánica en la representación, otorgándole la experiencia física y vivida que significa el teatro. Es una experiencia física-orgánica pero también humana y sensible, lúdica por lo demás. No sólo técnica. El actor y la actriz aprenden de esa experiencia humana. Incluso la vivencia teatral se le hace inexorable y diferencial. Sabrá distanciar de lo mediático de la televisión cuando fuere necesario: aquí no sólo tuvimos la experiencia de actores y actrices de televisión que pueden determinar o no el éxito de una producción sustentable en el ejercicio actoral, sino un hecho estético emocional y luego racional. Por tanto, poético. El aporte del crítico estará en delimitar esa realidad escénica. De manera que facilite teóricamente al actor y a la actriz. Es una responsabilidad del crítico «decir la verdad», sostenerla como una fuente de pensamiento del hecho teatral. Nunca será éste un enemigo del espectáculo.
Por eso no puedo comprender la distancia que hay entre algunos productores y los críticos. El trato que recibí en la antesala de la función no fue la más digna de esa relación crítico-productor cuando, al solicitar un «programa de mano», se me entregue a cambio una «entrada» para ver el espectáculo cuando ya estás dentro del recinto y a dos minutos de sentarte en las butacas. El mismo, en cambio, llegó un día después a mis manos por el gesto de la internet (¡vaya paradoja!). Creo que quienes haces estas producciones de «enclave» en nuestra ciudad deberían de tomar más en cuenta la posible bondad del crítico y el respeto que eso exige, si es que, ¿acaso?, somos útiles en ese registro de veracidad.
Sí, tuvimos un espectáculo y también me aliené emocionalmente. Y eso es válido.