Felisberto Hernández: un semblante de Cortázar

juan martins

Felisberto se (conecta) a las co­sas…des­de una intuición que sólo puede ser instalada en el lenguaje por obra de la imagen poé­ti­c­a…/Julio Cortázar

Cuando era niño vi a un enfermo al que le mostraban la mano y decía que era de otro. (Hernández. Diario del Sinvergüenza, 1990. Editorial Siruela). Por medio del cuerpo el yo de Felis­berto Her­nández toma conexión con el mundo exterior (en Cortázar los personajes adquieren este carácter). Es el cuerpo la con­ciencia entendida en términos del arte: la imagen es el medio para penetrar en lo desconocido, lo vedado. El cuerpo esta vez (en otra ocasión hacíamos comen­tarios acerca de la inda­gación que se hacía alrededor de Johnny Carter, como búsqueda del otro, en el relato El Perseguidor de Cortá­zar) no es un principio intelectual antes que la construc­ción de una imagen. Es escritura misma. La voz es real y no una vocación de la mentira creada. Realidad y alteridad se representan en el mismo escenario que es el texto. No procura engañarnos, la escritura parte de esa conciencia, de su aprehensión del mundo y es éste quien le otorga las palabras que le permite revelar la imagen creada: De nada valía que quisiera sepa­rarme de él. (el cuerpo) De él había recibido las comidas y las pala­bras…él fue un camarada infatigable y me ayudo a conver­tir los recuerdos, —sin suprimir los que cargaban remordi­mientos—, en cosa escri­ta… (Felisberto Hernández. EL Caballo Perdido, 1990). El autor  aquí está consciente de que la realidad, el mundo cotidia­no, no es suficiente. Lo acompañan  conjetu­ras como la nada, la muerte, los re­cuer­dos, los sueños. Por tanto, la realidad,  tal como decía Ches­terton, más extraña que la ficción. A tal efecto, prevalece la imagen sobre el pensa­miento lógico conceptual que es el pensamiento de lo real como suele suceder en la mayoría de los relatos de Julio Cortázar. La escritura en prosa es una forma de acercarse al concepto, vigila la conciencia del escri­tor. Pero el con­cepto mantiene su unilateralidad con la reali­dad, sin embargo la imagen se devela al escri­tor como una alterna­ti­va. La imaginación es una diás­pora que nos permite evolu­cionar en las emociones percibidas, ya sean de la memoria o de la vivencia direc­ta. La imagen abre su aprehensión al mundo. Y en este mundo los árboles —siendo objetos reales— poseen hojas de poesía o algo que se transforma en poesía (Hernández, 1993). Todo objeto es suscep­tible de una transforma­ción poética, simbólica: la materia se transfor­ma en símbolo inaprensible. Se introduce el objeto de estudio —el hom­bre— en zonas inexploradas. La realidad es percibida por los sentimien­tos, creando otra posibilidad de acceso al conoci­miento. ¿Cuál?: la poesía antes que la lógi­ca. Por ello no es menos cierto cuando Cortá­zar dice en carta en mano propia, refiriéndose a la narra­tiva de Felis­berto Hernán­dez que …siempre sentí, siempre dije que en vos estaban los (…) presocráti­cos que nada aceptan de las categorías lógicas... Con ello, se funda un un modelo no convencional de discernimien­to. Lo subjetivo adquiere su prioridad por encima del objeto, confundiéndose sujeto y objeto de estudio. ¿Cómo se logra esta conexión? A través de la memoria, en una explo­ra­ción de la infancia perdida. que hace todo autor. Pero la memoria mantiene la imagen vital de este paraíso perdi­do. Es un movimiento de regreso hacia las emociones y senti­mientos el cual insis­te en la obra de este autor donde el lector se contiene irrevoca­blemen­te en el mundo simbólico de esa infancia. mediante el signo, la palabra. El autor encuentra un hilo conductor hacia la evocación: no es otra cosa que encontrar aquel yo biográ­fico, ese que le permite estar en contacto con el mundo real. al mismo tiempo, sosteniendo la paradoja entre lo real y lo imaginado. Y la última felicidad  del sujeto (tanto narrador como lector) será perder el temor ante el hecho de vernos arrui­nados: Ahora estoy más tranqui­lo; pero hace algunos días tuve como una locura de hombre que corre perdido en una selva y lo excita el roce de las plantas desconocidas (Diario del Sinvergüenza, 1990.) ¿Quién no ha sufrido en su niñez por haber­se perdido entre la espesura y la sombras de aquel sujeto , ahora lector, cuya subjetividad construye en el mismo proceso de lectura, sobre una estructura verbal que se (des)construye? Es evidente la imagen recogida mientras se hace lector: quedan los recuer­dos y los temores que, en cierto momen­to, pueden ser placenteros o aprehensivos y este estado de la con­ciencia también es  tan real como los sueños. Es cuestión de tomar conciencia de la memoria, de nuestros yoes, como dije, podemos estar de acuerdo o no con los yoes representa­dos, pero persisten o peor aún, nos acompañan: Después pensaba que esa idea estaba formada de pensamientos ajenos, que ellos me vigilaban desde la infan­cia y habían empezado a invadirme (Idem). Como vemos, se agrupan distintos pensamientos en una misma imagen, estable­ciéndose distancia ante las cosas, puesto que nuestros sentimientos se han predestinado de una manera tal, a causa del conoci­miento racional, que todo aquello que parezca inusitado es inapre­ciable. Todo cambia para el artista. No menosprecia el intelecto, todo lo contra­rio, trata de hallarle otros vértices, fortalecer­lo. A poco el artista, en una tarea truculenta, nos indica una reali­dad alterna al hombre, se satisface con uno de sus mejores place­res: la poesía. Desde el momento en que acep­ta­mos la truculencia exhibimos nuestro silencio. El silen­cio es el ritmo interior expresa­do por el artista. En el caso del autor el ritmo se convierte en escritura. Me explico: la imagen creada invita al lector a una visión imaginaria del mundo. Antepongo este término al sentirlo cercano a lo detallado. Felisberto Hernández ignora salvar­se del mundo y quiere entenderlo sin ajustes previos. Por ello, cuando leo a Felisberto Hernán­dez (o por semblanza a Julio Cortázar) no debo conformarme con la anéc­dota, más bien, debo reescribir la expresión del texto, junto al autor, y…saber qué se produce en el silen­cio íntimo de los demás. Por decirlo de otra manera, ver al mundo desde lo lúdico. Así, todo lector —afirma Cortá­zar— puede ser un jugador, el resultado (de la lectura) será siempre producto del azar en aque­llas manos que le den su máxima apertura… (1984). No esperemos del juego una forma ordenada cuando el caos pervi­ve en lo infan­til. En conse­cuencia, de los recuer­dos, del juego, de la inven­ción pro­viene la escritura, de una composición que denominamos visión imaginaria. La intimidad de los personajes concierne al silen­cio del lector, también a sus remembranzas. Y esto acostumbra suceder en los personajes de las piezas narrati­vas de Cortázar también. Por ello la voz del narrador recupera en el lector la imagen de su niñez, al otro. El autor persi­gue su yo —asien­te Felisberto— todos los días; pero sólo escribe algunos… Sen­tirnos extraños de sí es la mejor manera de cono­cer­se, mejor aún, descubrir otras realidades de las cua­les nos han mantenido vedados hasta ahora. Y el asombro es hacía noso­tros un re-descubrimiento de aquella subjetividad. Y nos conciliamos con nues­tra cotidia­nidad por medio del lenguaje. De modo que a través de la escritura siempre me habla el otro, yo no hablo por él.

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