’21 Caballos’ de Yolanda Pantin

Crónicas del Olvido
**Alberto Hernández**
**Ilustración: Kazimir Malevich**

1.-
84026151_2362580330699785_5487258506656481280_oPodría ser un lejano paisaje. O muchos paisajes lejanos. Una línea por la que trotan unos potros. Un horizonte rojo, amarillo, de colores indescifrables en la velocidad que las bestias mueven en el cuadro de Malevich. Podría ser también una imagen desdibujada por el blanco, por la ceguera que promueve la mirada desde un ángulo inconcluso, difícil de proponer como entrada o ingreso a la motivación de quien hace tiempo trazó con mano firme sobre un lienzo o papel lo que habría de ser después un poemario, un poema en el que los caballos son transparentes, alusiones o metáforas, ecos, vibraciones del verso mientras se pronuncia.

En “21 Caballos”, de Yolanda Pantin, publicado por La Cámara Escrita, Colección 5 en 5, Serie 1, con el apoyo de Banesco, Caracas, 2011, cada poema precisa de una referencia íntima, de años idos, caseros y públicos en el sentido de abastecerse de la memoria que se encuentra indagando en los sueños, en “las pesadillas recurrentes” de un niño o de una muchacha que descubrió la magia desde el sudor, la mirada o la presencia de los otros, los que nunca se van, los que son siempre presente en el pasado.

“Ellos eran la poesía
que había dejado
en la tormenta”

2.-
Mientras leo me pregunto por los caballos de Malevich. Mientras leo, cuando leo, en el instante de saberme leído por el poema, no veo los caballos. No obstante, cada texto está compuesto por versos cortos que me hacen pensar en eso, en el Instante, en el paso rápido del tiempo en los cascos de un animal que cruza una pradera. O en el color que no veo, el que suscita, por su ausencia, una lumínica impresión en el ojo. El poema se escribe desde la iluminación de ese tiempo que pasa mientras los caballos –muy a lo lejos- son una intención plástica.
Me aferro a los epígrafes para poder deshacerme del golpe de la luz.

“Esperaba salvarme en el bosque de los abedules incurvados por la borrasca”, dice Ramos Sucre en su poema “El ciego”.
Por su parte, Shakespeare nos acerca: “En tiempos oscuros el loco sigue al ciego”, un verso de “El rey Lear”.
Y luego acota la poeta: “Los doce caballos de Malevich son veintiuno”.
El misterio de la poesía enriquece la “revelación”, nos sacude para despertarnos:
“Llegaron esa noche/ con sus huesos/ ya marcados, y tenaz/ tartamudeo. Jovencitos/ (a uno de ellos no/ se le entendía la mirada)…”

En uno de los textos la visita de Paul Celan, como una “confirmación”, como queriéndonos aproximar a esta confesión: “Dejo pasar versos que se pierden/ en un nudo de voces…”. Y entonces entiendo que los caballos son los versos, al trote, con ancas y belfos en una elíptica precisión que redondea en la polvareda del cuadro estas líneas:

“que se vayan por donde vinieron/ de mi cabeza al aire hasta que se pierden/ entre tantas historias”.
La lectura especula. Desvirtúa la imagen, la cambia. En eso anda la poesía, rezongando, cantando, en un gerundio vivo, y como es libre, como tiene un paisaje abierto, reclama, critica, se duele:

“Entre escombros y
ladrillos, mercadillos,
mensajes incendiarios
en los muros,
y el rugir de la avenida
con su trama de
urgencias,
hay una entrada invisible
que guardan
cuerpos fronterizos
con celo”.

3.-
El lector se traslada en el poema desde el niño que ve diversos paisajes y ciudades. El adulto conserva el niño cerca, lo sostiene en la memoria. El referente Malevich será una apuesta más adelante. Mientras tanto, la voz que habla crece. Es la dicción de alguien que emerge de un lugar donde el paraíso era frecuente y encara el mundo abierto, libre, sin fronteras. Todas las voces hablan en los personajes que se reflejan en la voz cantante. Hay un sujeto oculto que será luego parte de ese fondo blanco donde el movimiento de los caballos advierte de su presencia.

Amarres, amarillos y la trama de un viaje “en la maraña infantil” de quien imagina y canta:

“Vamos, caballito,
a beber de tus fuentes,
en el mar de granito
donde abreva la muerte”,

y si el que canta abunda el lugar del caballito, la muerte es un agregado en el adulto. ¿Se trata de un añadido tomado para un futuro libro titulado “Un caballo en la ciudad”, publicado por Playco en 2014?

La fijación del caballo se ubica en el punto cardinal de un patio, de una casa rodeada de cerros, de un jardín, de unos ojos cerrados para sentir el “pasto seco” pisado por los duendes de la infancia, mientras “…un hedor alocado en el tiempo” crea, asoma el viaje, la mitificación del futuro.

Como todo “relato vivo”, este libro de Yolanda Pantin se congracia con la mirada semanal puesta en la huerta de los padres. ¿Especulo mucho? Me aferro a cierto conocimiento de los seres que vi hace años en ese lugar y ahora registro en fotografías. No me extraña que los habitantes de ese paraíso turmereño huelan el sudor de los caballos, de los que iban y venían de Guayabita y cercaban con sus grandes ojos la mirada inocente de una niña.

Y entre tantas “ofrendas” que el paisaje ofrece, entre tantos presentes, los duendes que serán libros o fueron el nombre de una compañía amigable y ahora poema: “Fantasma es loco.

Fantasma es una boca. / Fantasma vive en el hotel de Venecia…”, y en ese instante, en ese fogonazo de la memoria, un cuadro, una “pintura”: “Bocanadas de sombra/ devoran el paisaje/ en un rapto místico”.

La grandeza, la exageración ontológica y sagrada: “Todo lo que brilla alrededor/ es mi sombra”, y el consejo, el mensaje para quien se aposenta en su yo: “A la altura, /poeta, / de tus contradicciones”.

4.-
Se arriba al sitio donde la iluminación es absoluta. La ausencia del color, la luz, esa sombra que ilumina y deja ciego al que busca el final del trayecto.

El río Yeniséi desemboca en el texto. Se orilla en él. Se aproxima la imagen a Miguel Strogoff en un personaje derrotado. Rusia se acoge a la cita:

“Iba distraído, sin mirar, / cuando vi a los caballos/ acercarse a la orilla, / y perdí la razón”.

Estos versos se confirman en su multiplicación. El poema viaja en el transcurso del río y en el trotar de esos caballos, mientras la voz que habla “Iba hacia mi perdición”.

Más voces, más lugares, personajes anónimos en la pronunciación de quien escribe.

En “TAJOS/ de arenilla. // A la derecha, gradas, / a la izquierda, terrenos/ de petroleros derivados. // Crack, // y un jinete sin cabeza/ hacen el cuadro”.

La fijación se marca en la “Certeza” de que la bestia atiende a la obediencia, a la voz que emerge del que lo conduce: “Al caballo de la rienda/ hasta un pozo”.

El tema, la ceguera, atina a formar parte de lo que acontece en todo el libro: “Ella se guía por la luz/ y por la luz ciega, entra”.

El blanco sobre el blanco, el blanco absoluto sobre el lienzo. El poema trazado, fijado en el correr de los caballos, de los 21 que eran 12. Y el niño anciano que irrumpe al final de las líneas verbales y es el texto “El ciego”, el final del camino, la ilusión de haber visto unos caballos en medio de una luz tan blanca en unos ojos blancos.

En una Galería, “…no había visto la luz, pero/ con una leve alteración, / imperceptible”.

¿Cómo se perciben 21 caballos en el poema ciego, en un viaje alrededor de una imagen que se mantiene estática?

La poesía es el viaje, es el mito, su personaje.

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